De Ángel Gómez. La luz al final del túnel
Julio César Abad Vidal[1]
La obra de Ángel Gómez (Madrid, 1953) se caracteriza por una muy sintética exploración del lenguaje figurativo, que procede, las más de las veces, a una aproximación descontextualizada a ciertos elementos botánicos y a distintos fenómenos naturales. Su carácter geométrico, lejos de cultivar la abstracción, supone un acercamiento artístico a la geometría que subyace en lo existente, clave señera de su planteamiento estético.
Sus trabajos, al acrílico o a la tinta china sobre papel, lienzo o acetato, así como sus grabados, comparten una estética de carácter geométrico que, en lugar de ordenadora, se halla cargada de resonancias telúricas y vitalistas. Con una formación básicamente autodidacta, aunque ha participado en talleres de pintores o grabadores como Rosa Biadiu, Pedro Extremera o Paco Piñuelas, Ángel Gómez siempre se ha rodeado de artistas en la convicción de que para él es esa misma complicidad el principal modo a su alcance para profundizar en sus propias pesquisas artísticas y estéticas. Por citar a tan solo dos de ellos, recordaremos aquí al maestro del arte concreto Waldo Balart[2], de quien Gómez es compañero inseparable, o al pintor abstracto lírico José Iglesias, corresponsable de exposiciones de Isegoría, el espacio madrileño en el que tiene lugar la primera presentación pública de los trabajos titulados Sin viento.
En algunas de sus series o subseries, Ángel Gómez procede al ejercicio de un encendido y vitalista cromatismo, mediante la representación de corrientes magmáticas o de explosiones estelares, como las que integran su serie Energías, abierta en 2011, o bien en virtud de la recreación con un marcado carácter geométrico y muy ardiente cromáticamente en una serie en acrílico sobre acetato, abierta en 2020, y consagrada a la exploración de Planetas.
En otras etapas, Ángel Gómez ha abordado con particular pertinacia y profundidad series de trabajos realizados con un solo pigmento. En estos casos, los elementos que han protagonizado distintas de sus series se ofrecen descontextualizados, recortados, asombrosamente patentes, sólidos, macizos y robustos[3], como si evocáramos el abrazo de la naturaleza tras haber cerrado durante un tiempo los ojos. De entre estas obras descuellan, tal vez, las integrantes de dos series. En la primera de ellas, Gómez se ha detenido en particular en la representación de los rascamoños[4], arbustos espinosos caracterizados por el abigarrado entramado de sus ramas, refiriéndose a ellos –su nombre común es Launea arborescens– mediante una de sus denominaciones populares, la más presente, entre en otras provincias meridionales, en Almería, una geografía que Gómez frecuenta cada año. En la segunda de estas series, la titulada Estructuras arbóreas, y que fuera realizada entre 2010 y 2011, Gómez se dirige a la representación de distintas copas de árboles, incluyendo en ocasiones sus raíces o los líquenes adheridos a sus troncos.
Como espectadores de ambas series nos sorprendemos sintiendo que, al igual que Ángel Gómez no pinta del natural, sus recreaciones se corporizan como una evocación abrasadora, subyugante, como si el modelo ideal de sus imágenes hubiera sido hecho fuego, intensificado, alcanzando su consumación al consumirse. Una naturaleza que resulta tan esencial como, acaso, luctuosa. Se nos antoja, así, que Gómez pareciera haber procedido a un registro de los vestigios de aquello que ha dejado de estar ya definitivamente alentado de vida. Como si hubiéramos, en definitiva, sobrevivido al final de los tiempos. La experiencia estética de estas tan hermosas como sencillas obras de Ángel Gómez pertenecientes a sus series sobre los rascamoños o a la titulada Estructuras arbóreas conduce a su interlocutor visual a un vértigo desasosegante, a una ansiosa incertidumbre por los extremos catastróficos de nuestra existencia. Unas pinturas que se suman, y haciéndolo con el mayor interés, a las prácticas pictóricas contemporáneas relacionadas con la reconsideración soñada y crítica del género del paisaje.
Es posible, sin embargo, advertir un halo de vitalidad y de esperanza allí donde habita, en cierto modo, el duelo. Un planteamiento estético que nos resulta familiar al que se halla en una serie en la que Ángel Gómez ha procedido a la representación tan sintética como hipnótica de túneles, en lo que supone, en primer lugar, un homenaje a uno de sus pintores predilectos, El Bosco, concretamente de la obra titulada Subida al Empíreo (c. 1500, óleo sobre tabla, 88,8 x 39,9 cm. Venecia, Galleria dell’Accademia), y, en segundo lugar, se constituye en una plasmación estética de su optimismo: los túneles conducen, finalmente a la luz, a la salida de la tribulación.
Como ocurre, asimismo, en la serie, Sin viento, emprendida en 2019, y que Ángel Gómez muestra por vez primera en la presente exposición. Las obras que la integran, realizadas con pigmentos acrílicos sobre acetato –en soportes apaisados o verticales con un formato de 50 y 70 cm de lado– resultan, pese a su carácter sintético, muy diferentes de sus restantes series por cuanto, en lugar de a una representación de elementos vegetales, ha procedido en ellas a una codificación espacial. En efecto, esta serie inédita se aleja de la representación naturalista para recomponer un código: los segmentos que unen distintos puntos correspondientes con la localización de algunos hitos de un viaje en barco emprendido por su hija Carlota[5] en el Océano Pacífico durante el que se perdía contumaz y agónicamente la comunicación. No obstante, la afirmación estética de Ángel Gómez permanece inequívoca. La serie se constituye en una llamada a la esperanza, pues esas pinturas, como la luz al final del túnel, indican que un pasaje agónico, un tránsito de dolor, ha acabado felizmente.
El punto de partida de la serie Sin viento se halla, en efecto, en el viaje en velero experimentado por su hija, cuando, entre julio de 2019 y febrero de 2020, participó en una parte de un proyecto de circunnavegar el globo que, en su caso, se extendió entre las Islas Cook e Indonesia. Su travesía era seguida por sus padres, a través de las señales de un geolocalizador, cuyas emisiones llegaban con cuentagotas, y con desfase, y a través de las que hubieron de seguir erráticamente algunos de los episodios más dramáticos de la travesía, como un período en el que toda la tripulación había enfermado o diversas ocasiones en las que, al quedarse sin viento, quedaban varados en una pausa que les abrumaba. La preocupación por el incierto paradero de una hija se antoja desasosegante. El lirismo de la solución artística emprendida por el padre alberga, empero, una profunda congoja. Una ansiedad cuyo recuerdo –pese a su final feliz– ha contribuido a expeler, precisamente, la ejecución de una serie artística. La belleza y la placidez de estas obras albergan la luz que espera al final del túnel.
[1] Julio César Abad Vidal es Premio Extraordinario de Doctorado en Filosofía y Letras por la Universidad Autónoma de Madrid. Es Doctor en Filosofía –Área de Estética y Teoría de las Artes–, Licenciado en Historia del Arte y Licenciado en Estudios de Asia Oriental, asimismo por la UAM.
[2] Quien contribuyó con un texto en el catálogo de la exposición publicado con motivo de la anterior muestra de Ángel Gómez en Isegoría Cfr. “Estructuras – Ángel Gómez”, en Ángel Gómez. Estructuras arbóreas. Madrid, Isegoría, 2019, p. 5. Balart saludaba entonces a Gómez como “un artista lleno de sensibilidad y empeño”.
[3] En su serie Cristales rotos (2015), la extraordinaria síntesis lineal que caracteriza a estas obras –las cesuras sobre un vidrio roto– se constituyen en fiel trasunto de la realidad. Empero, el cristal ha perdido por completo su transparencia, para tornarse opaco. Un uniforme negro sin gradaciones tonales que contrasta con el blanco de las líneas de las fracturas.
[4] En la versión de la pinacoteca que la alberga: Ascesa all’Empireo. La pintura se constituye en una de las Quattro visioni dell’Aldilà (Cuatro visiones del Más Allá), un cuarteto de obras de similar formato que tal vez fueran los postigos de un políptico perdido. El Empíreo es el término que la Iglesia se apropió en el Medioevo del pensamiento clásico para designar el espacio más privilegiado, suerte de sancta sanctorum, del Paraíso; allí donde se encuentran Dios y la legión angélica. Para Dante, que se ocupa de este “décimo cielo” en el trigésimo canto de su Paraíso, el Empíreo es “…pura luce: / luce intellettüal, piena d’amore” (… pura luz, / luz intelectual, de amor plena). Cfr. Commedia, Paradiso, XXX, 39-40.
[5] Carlota G. Touet participó junto a Rock Churches en una exposición, celebrada durante los meses de abril y mayo de 2019 en este mismo espacio, dedicada a la apropiación de imágenes; en su caso, mediante su serie Ensoñaciones con un carácter más próximo al fotomontaje y al poema visual; en el segundo, con unas Iconoticias de carácter más marcadamente político.